Este retrato de un cardenal romano, cuya identidad se ha perdido, es una de las más notorias obras de Rafael, y sin duda la mejor de las ocho que el museo posee del pintor de Urbino.

La composición es sencilla, pero tremendamente armoniosa. La indumentaria cardenalicia, de tonos rojizos matizados por un reflejo rosado, forma un triángulo sobre el fondo verde oscuro, una geometría rota por el brazo enfundado en una manga pintada con trazo muy delicado y un rostro que es un vivo retrato psicológico del cardenal:
las facciones finas, la expresión contenida, y la mirada penetrante.
Hasta 1828 no se reconoció la autoría
de Rafael sobre esta pintura, lo que
paradójicamente ha permitido que
llegue hasta nuestros días tal y como
fue pintada. Otras obras del pintor,
por el contrario, fueron sometidas en
1813 al traspaso de la tabla original
en que fueron pintadas a lienzo.